YA NO ESTÁS
Me ha costado darme cuenta de que no estabas. Han pasado casi cuatro meses y todavía no puedo creer que te hayas ido. Te echo de menos mucho más de lo que esperaba, tal vez porque te quiero mucho más de lo que yo creía. Lo que pasa es que a veces no te paras a pensar en estas cosas, en lo que sientes por determinadas personas. ¿Quién me iba a decir que te irías tan pronto? Es algo que uno no se plantea.
Miro a mi alrededor y todo me recuerda a ti. La calle a donde te iba a recoger con tu hijo cuando venías de trabajar, tu casa, tus fotos, y todavía me parece que vas a entrar por la puerta en cualquier momento. Te siento todavía. O tal vez sea la necesidad que tengo de que estés aquí.
Hasta el cenicero que sacaba cuando tú venías a casa me recuerda a ti. El restaurante donde tanto te gustaba ir a cenar, el bar donde nos invitabas siempre a tomar algo, nuestro deseo común de convencer a tu hijo para que te diera un nieto. No puedo evitar que el corazón me dé un vuelco cada vez que veo a uno de tus compañeros de trabajo. Todavía te busco entre ellos. Pero nunca te veo.
Todo esto me está haciendo ver que realmente te has ido. Y me duele, me duele mucho. Tanto que el otro día fui a visitar tu tumba y cuando llegué y vi tu foto rompí a llorar como hacía tiempo que no lloraba. No había ido desde tu entierro, y me di cuenta de que en todo este tiempo no había acabado de asimilar lo que había pasado. Ha sido como una película que ha pasado ante mis ojos y que esperaba que fuera eso: una película, una pesadilla de la que tardaba en despertar. Pero no, ha sido todo verdad, todo ha pasado. Creo que tuve la necesidad de ir al cementerio porque todavía sentía ese “si no lo veo no lo creo”, y tuve que “verte” ahí para darme cuenta de que no estabas de viaje, de que simplemente ya no estás.
Miro a mi alrededor y todo me recuerda a ti. La calle a donde te iba a recoger con tu hijo cuando venías de trabajar, tu casa, tus fotos, y todavía me parece que vas a entrar por la puerta en cualquier momento. Te siento todavía. O tal vez sea la necesidad que tengo de que estés aquí.
Hasta el cenicero que sacaba cuando tú venías a casa me recuerda a ti. El restaurante donde tanto te gustaba ir a cenar, el bar donde nos invitabas siempre a tomar algo, nuestro deseo común de convencer a tu hijo para que te diera un nieto. No puedo evitar que el corazón me dé un vuelco cada vez que veo a uno de tus compañeros de trabajo. Todavía te busco entre ellos. Pero nunca te veo.
Todo esto me está haciendo ver que realmente te has ido. Y me duele, me duele mucho. Tanto que el otro día fui a visitar tu tumba y cuando llegué y vi tu foto rompí a llorar como hacía tiempo que no lloraba. No había ido desde tu entierro, y me di cuenta de que en todo este tiempo no había acabado de asimilar lo que había pasado. Ha sido como una película que ha pasado ante mis ojos y que esperaba que fuera eso: una película, una pesadilla de la que tardaba en despertar. Pero no, ha sido todo verdad, todo ha pasado. Creo que tuve la necesidad de ir al cementerio porque todavía sentía ese “si no lo veo no lo creo”, y tuve que “verte” ahí para darme cuenta de que no estabas de viaje, de que simplemente ya no estás.